lunes, 13 de diciembre de 2010

BICENTENARIO

Son las nueve de la mañana, y el sol de otoño no llega todavía a pegar de este lado de la 9 de julio. Estoy a la sombra de los edificios, sentado en un banco negro salpicado de cagaditas de paloma, bastante áspero por el deterioro de la lluvia, y frío como para helarte los huesos. Los árboles del bulevar son altos y oscuros, de ramas largas y torcidas, pero casi que se pierden entre la fronda de carteles y baners gigantes que lo invitan a uno a viajar por el mundo o a mirar partidos del mundial en una pantalla de dos por tres centímetros, en módicas cuotas interminables.

Hay un viento fuerte que sacude los árboles y las plantas tropicales de los canteros: agapantos, clivias, heliconias, de esas que dan flores naranjas o violetas de formas exóticas, pero que parecen desencajadas y traídas de otro mundo; implantadas en esta jungla de humos negros y bocinazos. Y entre las plantas y los canteros, vuelan, se arrastran, se amontonan en un rincón, cantidad de papelitos y bolsas y vasitos; restos de la vianda atolondrada y la descuidada higiene de la gente, que ni los mira, cuando pasa, mirando al suelo. Ni a los papelitos ni a ellos, que están ahí, detrás de aquel banco, contra la parecita. Debajo de esa manta que se mueve, de la que asoman algunos pies descalzos, y que tienen por único escudo contra el frío y contra el ruido.
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El ruido, el ruido es indescriptible, prácticamente indistinguible en esa forma de avalancha que aluviona en los oídos. Bocinas de todo tipo, desde las de motoneta que me hacen acordar al correcaminos, hasta las de colectivos que parecen barcos; motores que arrancan y van aumentando el estruendo como si fueran cohetes en despegue, o esos que tocen y escupen explosiones y parece que no arrancaran nunca; sirenas de ambulancia, de policía, de bomberos, que no terminan de pasar entre las filas de autos; músicas: quizás un tango de fondo, saliendo de alguna disquería, obligadamente fusionado con la cumbia al taco de algún cero kilómetro, o con un tecno estridentemente noventoso que sacude una cuatro por cuatro. Todo eso mezclado, y relleno con los graves del subte que cuando pasa, hace temblar el suelo, genera la sensación de un alud, de un derrumbe que no acaba de caer sobre nosotros.

Y debajo de esa manta que se mueve, asoma ahora la cabeza de un chico de unos catorce quince años. Tiene el pelo negro y duro, y todo parado del lado del piso. La cara mal dormida todavía lleva las marcas del frío en los labios morados y de los surcos del cemento en un cachete. Se sienta y un poco que se envuelve con la manta, pero enseguida recibe un tironazo y la queja de otro que intenta seguir durmiendo. Entonces se calza la capucha y un par de zapatillas viejas de marca, y se levanta tambaleando como un potrillo recién nacido. Tiene las piernas entumecidas y la mirada hinchada, pero se le distingue a pesar del sueño ese aire de felino al acecho. Me detecta y camina hacia mí, lleva en la mano uno de esos vasitos térmicos de telgopor que juntó del piso para pedir un café en el kiosco. Cuando me pasa por al lado me pide una moneda, y como no me ve muy convencido, arremete con un cigarrillo. Se lo doy.
Que hijos de puta, me dice, ya no dejan dormir.

No, no se refiere al aluvión sonoro de todos los días, al que ya tiene el insomnio más que acostumbrado; son los golpes de martillo y el armado de estructuras. A pocos metros, sobre el asfalto de la 9 de julio y a lo largo de casi diez cuadras, en un tremendo despliegue de caños y camiones y grúas montacargas, están comenzando a preparar  el escenario para el festejo de los doscientos años de la patria.

Tomás Larrea
Taller Crónica Periodística ECuNHi

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